Me desvisto de ti.
Lentamente,
con cuidado,
sin hacer ruido.
Hace tiempo
que
conservo,
en un frasco de cristal,
las lágrimas
que,
día a día,
han descendido
mis mejillas.
Únicamente,
como precaución,
por si alguna vez
las necesito
pero te juro,
que si es así,
no será por ti.
He ido arrancando,
una a una,
las caricias que me diste.
Muchas estaban
enmarañadas
en mi pelo,
no querían irse,
por lo que recurrí
a las tijeras
y,
sin mirarme al espejo,
siguiendo
los nudos que habían
formado,
corté sin precaución,
sin decoro,
hasta dejar desnuda
y
a la vista de todos
mi nuca,
infantil
e
impúdica.
Despojarme de tus besos
tampoco
resultó sencillo.
¡Había tantos
repartidos
a lo largo y ancho
de mi cuerpo!.
Tuve que buscar,
durante horas,
en mis labios,
en mi boca,
en mi cuello.
En cada una
de mis clavículas
localicé
algunos del principio
que
ya no recordaba
y
en mis ingles
se encontraban
algunos de los mejores,
esos que siempre
precedían
a los mejores momentos.
Desnudé mi sexo
de todos nuestros encuentros.
Sentí lástima
por los primeros,
llenos de confusión,
de prisas,
de risas,
de desconcierto
pero de un placer tal
que,
al final,
decidí doblarlos
para, después,
esconderlos
entre las páginas
del libro,
que un día me dedicó,
Eduardo Benedetti,
una tarde calurosa
de junio,
hace años,
en Madrid.
Y ahora, ya desnuda de ti,
entierro todos
tus abrazos,
tus sonrisas,
tus miradas
junto a
tus silencios,
tus rechazos
y tus gritos.
Y, ¿qué extraño?
a pesar de mi desnudez
ya no siento
el frío de siempre.
Al contrario,
me envuelve un calor
que ya no recordaba,
ese que produce
mi cuerpo,
sin la necesidad
de tu presencia.
Photo by Noell S. Oszvald
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