Sentada en la orilla,
desnuda, al sol,
cada ola que rompe en la orilla,
haciendo girar pequeños guijarros
me suplica que vaya,
que me sumerja.
Me levanto y me acerco.
Desconozco el motivo
por el que desea mi cuerpo
pero
cuanto más tiempo pasa
más ansío introducirme en él.
Me adentro
y
sin pensarlo
me lanzo al agua de cabeza.
Noto como me disuelvo
como un terrón de azúcar,
en ese mar en calma.
El placer que siento es inimaginable.
Mis brazos, mis piernas,
mis labios, mis ojos
mis pechos, mi sexo
son ahora acuosos.
El agua salada entra y sale,
por los orificios que mi disolución
ha creado.
El mar me pregunta si deseo quedarme.
Le respondo que no.
Soy demasiado celosa
y
no quiero compartir su grandiosidad con nadie.
Él me responde que tiene suficiente agua
para dar amor a quien quiera
pero
yo querría que su agua,
su amor,
fueran únicamente para mí.
A medida que regreso hacia la orilla,
voy recuperando mi corporeidad.
Una vez en la arena,
aprecio en mi tobillo izquierdo
una pequeña protuberancia,
muy pequeña.
Se trata de una minúscula aleta
que siempre me recordará
que
un día fui amante del mar.
Fotografía Luca Pierro
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