jugar conmigo.
Cambiabas
mis ojos de sitio
y
los coloreabas a tu gusto.
Mis senos
eran pequeñas peonzas
en tus manos.
Mis piernas,
piezas de un puzzle
que nunca encajaban
por más
que las doblases,
torcieses o girases.
Te divertía
trazar sendas en mi piel
que conducían a ninguna parte,
horadar mi vientre
hasta comunicarlo con mi espalda,
y estirar mi cuello,
convertido en una goma
que utilizabas
para lanzar besos
que ofrecías a otras.
Un día deseaste más.
Quisiste divertirte
con mi corazón.
Sin cuidado
lo sacaste de mi pecho
y, al minuto,
como un niño caprichoso,
lo olvidaste en un altillo.
Fui recogiendo, con cuidado,
cada una de las piezas
de mi cuerpo,
recomponiendo, a duras penas,
mis manos,
cuyos dedos habías utilizado
como dardos envenenados
o
mis clavículas,
usadas como tobogán de tus caprichos.
Pero
mi corazón,
olvidado,
se negó a volver conmigo,
se había acostumbrado
a tus juegos y yo
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