no me preguntes cómo,
mis pies consiguen seguir
sin errar ni un centímetro.
Hace tanto tiempo ya
que habito en la tristeza,
tantos años ya deshabitada de ti
habitada por nadie, habitada por nada.
Hubo un tiempo, ¿recuerdas?
en el que creo que fuimos felices.
Al menos sonreíamos, bailábamos,
nos comíamos a besos.
Vivíamos juntos en un casa apartada del mundo,
próximo al lago que tanto nos gustaba,
en la que tan solo tú y yo vivíamos
con una única razón: amarnos.
Tal vez, la desidia se hizo tu amiga,
junto con la pereza y la desgana.
Solo sé que dejaste de besarme,
de morderme, de acariciarme, de habitarme.
Una mañana me levanté y ya no estabas.
Encontré una nota en la que decías que
necesitabas regresar al mundo que
hasta entonces detestabas.
Ya no estabas seguro de querer seguir a mi lado.
Suponías que te habías cansado de mi voz y mi sonrisa,
de mi boca y de mi piel, esa que acariciabas,
de mi cuerpo completo, ese que habitabas.
Desde que te fuiste, sin ti no soy nada.
Te fuiste aún queriéndote, deseándote.
Te marchaste sin despedirte y a mí
me rompiste el alma.
Hoy no domino mis pies que van
siguiendo la estela de mis lágrimas,
guiados por la luz de la luna,
a algún sitio que aún se me escapa.
Cuando mis lágrimas se confunden ya con el agua,
me desprendo de mi ropa, cierro los ojos y
camino, camino, camino, camino
hasta volver a sentirme habitada por el lago que tanto nos gustaba
Fotografía de Daniel Southard
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