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lunes, 28 de septiembre de 2015

"JUAN Y CLAUDIA, AMOR TRAS LAS HERIDAS" (M.A.M.). "AMORES POLIÉDRICOS 1"



 Juan del Alba Martínez, comandante en Afganistán.

El convoy en el que viaja junto a cinco soldados españoles acaba de pisar una mina de las muchas que los talibanes han dispersado por los caminos. Cuando se despierta, no sabe lo que ha ocurrido ni sabe donde se encuentra; piensa que debe ser noche cerrada porque no ve absolutamente nada. A su alrededor el silencio es aterrador. No siente dolor.


Juan vuelve a despertarse y piensa que ha debido perder el conocimiento durante un largo periodo de tiempo pues no recuerda nada del rescate y posterior traslado. Reconoce perfectamente el lugar en el que se encuentra pues, por desgracia, ya ha estado en alguna ocasión: es el Hospital de Campaña de su brigada. Además de las veces que ha tenido que acudir a visitar a algún recluta ingresado o a hablar con el médico de campaña sobre la gravedad de algún soldado herido, él mismo se había visto obligado a ser ingresado en dos ocasiones. Una vez debieron extraerle metralla del brazo izquierdo, tras ser atacado el campamento y, en otra ocasión, tras una emboscada talibán, una esquirla se le había clavado en el ojo izquierdo y desde aquel día aún no había recuperado del todo la visión periférica del mismo, aunque se negó a regresar a España alegando que debía estar junto a sus hombres hasta que terminase la misión.

Sin embargo, esta vez presentía que era diferente. Se lo decía el gesto adusto y serio de los médicos y compañeros que le acompañaban y se lo confirmaba su cuerpo de una manera extraña: no sentía absolutamente nada, ningún dolor, salvo un acusado resquemor en ambos brazos, ya vendados, y una gran somnolencia. Sus sospechas se confirmaron a los pocos minutos cuando el médico jefe de la base se aproxima a su cama, toma una silla y se sienta junto a él. Le dice que debe dar gracias a Dios porque, a pesar de la gravedad de su estado, ha salvado su vida; seguidamente le comunica la muerte de tres de los cinco soldados que le acompañaban. Los cabos Ramirez y Álvarez, milagrosamente, han salido ilesos.

El médico continúa con el parte de lesiones y le comunica que su estado es grave, muy grave, pero que, nuevamente, saldrá adelante. Sin embargo, esta vez las heridas son más difíciles de curar: ha sufrido quemaduras de 2º grado en ambos brazos y parte de la metralla desprendida de la misma se había alojado en su espina dorsal, por lo que, de cintura para abajo, carece de cualquier tipo de movilidad. Se espera su traslado a España para dentro de dos días pues las lesiones que presenta son muy graves, por lo que le llevarán en avión hasta el Hospital Militar Central Gómez Ulla de Madrid.
El doctor no había dado ninguna oportunidad de intervención al herido comandante; daba la impresión de que quisiese “vomitar” de golpe toda la información para, a su vez, no ser intimidado por él.

Al Comandante Juan del Alba le precedía su fama de hombre duro, bregado en algunas de las más difíciles tareas del Ejercito Español. Era un hombre de carácter tosco, rudo, brusco, pero leal, eficaz y, llegado el caso, sabía escuchar, aunque rechazaba las sensiblerías de algunos soldados. Siempre decía que pertenecer al Ejército te hacía especial pues representabas a tu país en los lugares más difíciles y debías dejarlo siempre en una muy buena situación, por lo que había que entregar todo por la patria.
Juan siempre había querido formar parte del ejército.

Nacido en Zaragoza, junto a la Academia Militar, desde la ventana de su casa veía a los reclutas hacer los ejercicios matutinos en el patio central.

Juan era el único hijo de María Luisa, una mujer a la que la suerte nunca acompañó. Se enamoró perdidamente de un hombre casado, quien cada día le prometía que dejaría a su esposa; sin embargo, a la que abandonó, tras enterarse de su embarazo, fue a ella.
María Luisa se convirtió en una madre fría y distante pues siempre vio en su hijo el vivo retrato de su padre.

Juan nunca se sintió querido, protegido, amado; únicamente recibía lo estrictamente necesario pues nunca le faltó un plato de comida en la mesa, una plaza en el colegio público más cercano y ropa con la que vestirse, pero jamás fue abrazado, besado, mimado por su madre. Todo ello forjó ese carácter rudo, osco, brusco; en su infancia no había conocido otra cosa que no fuesen reprimendas, castigos, correazos con el cinturón si, por ejemplo, no comía lo que estaba sobre el plato de comida o si sus notas bajaban del sobresaliente.

Crecer junto a la Academia hizo que ésta formase parte de su vida. A los dieciocho años, gracias a su gran expediente académico, logró acceder a la misma graduándose cinco años después, en presencia de los Reyes de España quienes entregaron los despachos a los nuevos oficiales, entre ellos el nuevo teniente Juan del Alba Martínez, apellidos ambos de su madre pues su padre nunca le reconoció.

En poco tiempo, fue subiendo de rango hasta alcanzar el de Comandante, nombramiento que coincidió con su nuevo destino en Afgasnistán.

Juan nunca había tenido novia. El papel protagonizado por su madre en su vida había conseguido que viese a las mujeres como seres amenazantes, crueles, viles. Por eso frecuentaba los prostíbulos de la ciudad. Con las prostitutas se sentía superior, él pagaba por el trabajo realizado y si éste no era de la calidad que él esperaba, más de una vez, había pegado alguna bofetada o proferido algún insulto.

Dentro del ejército era diferente. Las mujeres eran militares como él, tenían los mismos derechos y obligaciones que él, luchaban por su misma causa y, en el fondo, no las veía como mujeres, sino como compañeros. Nunca se mostró violento o grosero con ninguna compañera. La violencia la dejaba para las pobres prostitutas que pagaban todos sus complejos de infancia. Solamente una vez fue denunciado por una mujer dominicana a quien que pegó tal paliza que la hizo perder el bazo; pero la dominicana no tenía papeles y Juan ya era comandante. Nadie creyó a la mujer y él salió indemne del asunto.

Cuando llega al Hospital Militar de Madrid aún no ha asumido su paraplejia pues el dolor de las quemaduras de los brazos no le permite pensar en otra cosa.
Durante los seis meses siguientes es operado en varias ocasiones. Un año después, sus brazos ya no necesitan ir vendados pero ya le han comunicado que va a permanecer de por vida sentado en una silla de ruedas pues no existe ninguna posibilidad de que recupere la movilidad de sus piernas. Le conceden la Cruz al Mérito en Campaña y es honorablemente licenciado del ejército.

Juan casi enloquece. Mide bajo el mismo rasero su nueva situación de parapléjico y el alejamiento del mundo militar, su mundo. Él no sabe hacer otra cosa y, ahora, carecía de piernas pues aunque permanecían como desagradable colgajos bajo su cintura, no servían para nada…él no servía para nada.


                                                                              Juan se convirtió en un hombre absolutamente desagradable, permanentemente enfadado con el mundo en general y con las personas que colaboraban en su recuperación, en particular. Los fisioterapeutas que trabajaban con él en la sala de rehabilitación del Hospital Militar, apenas duraban junto a él más de un par de meses pues no soportaban el trato despectivo y los insultos con los que eran tratados.

Hoy, como siempre, a las 9 de la mañana, se encuentra en la sala de rehabilitación esperando al nuevo fisioterapeuta, pues tras el lamentable trato que había dado al anterior, daba por supuesto que el de hoy sería nuevo.

Juan se encontraba de espaldas a la puerta cuando sintió como se abría y escuchó un “buenos días” diferente, un “buenos días” femenino; no podía dar crédito, ¡le habían enviado como nuevo fisioterapeuta a una mujer!.

 Juan no contestó pero se giró y pudo ver a Claudia por primera vez. A ella no le importó la grosería de su nuevo paciente porque ese día estaba especialmente contenta, muy contenta: ¡Por fin había conseguido una plaza permanente como fisioterapeuta en un Hospital!. Tras años y años de estudios, noches de insomnio, pruebas, prácticas…¡al fin tenía una plaza en propiedad!. Estaba tan contenta que quiso hacer partícipe a Juan de su alegría; sin embargo Juan se mantuvo impávido y le preguntó si empezaría ya la sesión de rehabilitación pues, aunque tenía todo el tiempo del mundo por delante, no le gustaba perderlo.

Claudia, bastante suspicaz, en cualquier otra ocasión se hubiese molestado por la actitud del enfermo, pero hoy se negaba a que nadie empañase su alegría. Era una mujer objetivamente guapa; no era demasiado alta pero debajo de la bata se apreciaba un cuerpo perfectamente proporcionado, aunque algo delgado. Llevaba su pelo, negro, recogido en una alta coleta que permitía apreciar la belleza de su rostro, un óvalo perfecto que enmarcaba unos maravillosos ojos azules que, junto a una pequeña nariz y una boca de labios carnosos que sabían sonreír de una manera coqueta y presumida, delataban que Claudia se encontraba cómoda dentro de su cuerpo.

Sin embargo, Claudia tenía también un pasado difícil. Había nacido en Santander. Sus padres, médicos, gozaban de una posición social privilegiada. Hija única, al igual que Juan, su vida se hizo añicos, se desmoronó en mil pedazos cuando acababa de cumplir catorce años. Sus padres, el matrimonio ejemplar, se separaron. Su padre llevaba, desde hacía ocho años, manteniendo una vida paralela con otra mujer, con la que había tenido dos hijos, dos medios hermanos de Claudia, a los que nunca reconoció como tales y que Claudia jamás quiso conocer.
Su madre, tras la separación, entró en una profunda depresión. Dos meses después, al llegar Claudia del instituto la encontró en la bañera, con las muñecas abiertas y el agua teñida de rojo; junto a la bañera, la cuchilla que había utilizado…ya estaba muerta.

Claudia se fue a vivir a Madrid con su tía, hermana de su madre, una mujer soltera a la que nunca le habían gustado los niños y mucho menos los adolescentes. Durante los cuatro años que permaneció junto a su tía, justo hasta su mayoría de edad, Claudia no recibió un beso, un abrazo, una caricia. Por eso, al cumplir los dieciocho años y tras acceder a la herencia que le había dejado su madre, decidió estudiar medicina, lejos de Madrid, por lo que se instaló en Barcelona, simplemente porque le sonaba bien, pues no conocía a nadie allí.

Durante sus estudios de medicina, nunca tuvo novio “fijo”; había perdido toda su confianza en el “género opuesto”. Si su padre, el hombre al que ella había considerado prácticamente perfecto había sido capaz de traicionar de aquella manera a su madre y a ella, logrando mantener una mentira durante ocho largos años, ¿por qué el resto iban a ser diferentes?.

Pero a Claudia le gustaba el sexo; siempre utilizaba el verbo follar conscientemente ya que lo que hacía se encontraba muy lejos del concepto “hacer el amor”. Así que, si un hombre le gustaba, ya fuera su profesor, alumno o el frutero de la esquina, se acostaba con él y luego, “si te he visto no me acuerdo”. Era promiscua, pero cuidadosa, y no le provocaba el más mínimo dilema moral.

El día que Claudia y Juan se vieron por primera vez se encontraban dos personas con un pasado difícil y un carácter complicado. Sin embargo, cuando Claudia dispuso a Juan en la camilla para iniciar los ejercicios de relajación muscular, algo mágico ocurrió en aquel momento. Claudia no veía a Juan como al resto de los hombres y Juan no miraba a Claudia como al resto de las mujeres.

Por primera vez, Claudia, al coger el cuello de Juan para el inicio de los ejercicios sintió algo que nunca había sentido, se puso nerviosa y no supo reaccionar. Algo parecido le había ocurrido a Juan al sentir las manos de Claudia sobre su cuello. La brusquedad, la antipatía de Juan se encontró con la frialdad, la distancia de Claudia y, en lugar de chocar bruscamente y romperse en mil pedazos, se ensamblaron como un perfecto puzzle. Ese día no mediaron palabra; únicamente sintieron sus cuerpos…ninguno de los dos comprendía nada de lo que estaba sucediendo.

Las sesiones de fisioterapia se convirtieron en una nueva forma de amor.




Al principio, entre ejercicio y ejercicio, sonreían, se acariciaban, olían sus cuerpos. Cuanto más avanzaban en el tiempo, más sutiles se hicieron sus caricias, usando sus labios, sus lenguas, sus dientes; jamás Juan habló de su paraplejia, no fue necesario. Un día de abril, sin mediar palabra ninguno de los dos, comenzaron a acariciarse suavemente, a rozarse, a besarse pero, sin saberlo, ambos necesitaban más, ambos querían más.

Claudia se dispuso sobre el cuerpo de Juan, inerte de cintura para abajo, pero sumamente sensible en el resto de la superficie de su piel. Claudia se despojó de su bata, tomó una mano de Juan y la dispuso sobre uno de sus pechos; tomó la otra y la dispuso a la entrada de su vagina. Como si de una danza se tratase, comenzó a moverse deslizando la mano hacía su interior, primero suavemente y luego con fuerza hasta que ella alcanzó un orgasmo…ambos se miraron y no supieron que decirse. Claudia se puso la bata y se despidió de él hasta el día siguiente.

Juan, por primera vez, esperaba impacientemente la llegada de Claudia quien, al entrar en la sala, cerró tras de sí la puerta con llave; deseaba que él también pudiese alcanzar el máximo placer a pesar de sus graves lesiones. Juan le replicó que aquello iba a ser imposible, pues su pene no era más que un “colgajo” inservible, inútil, que ni siquiera le permitía controlar sus esfínteres. Claudia le pidió silencio y que cerrase los ojos; a través de pequeños mordiscos en el cuello, dejando caer su cuerpo desnudo sobre el desnudo cuerpo de Juan, quien por primera vez sintió placer a través de los pezones de su pecho, a través de los lóbulos de sus orejas, a través de su pelo…hasta llegar a sentir lo más parecido a un orgasmo que había sentido en mucho tiempo.

Juan y Claudia eran dos seres con dos pasados difíciles que se habían encontrado en el momento justo de sus vidas.

Dos años después, tras contraer matrimonio, vivían en una casa baja, cercana al Hospital donde trabajaba Claudia y con el paso del tiempo consiguieron formar una familia con la adopción de dos niños afganos, huérfanos, que habían llegado a España para ser curados de sus heridas.


Juan y Claudia consiguieron, a su manera, la plenitud del amor.




                                                                         


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