caminé por un sendero, junto al acantilado,
cuyas piedras dañaron
mis pies descalzos.
No me preguntes por qué, pero
estaba desnuda,
aunque no había nadie que mirase
mi cuerpo teñido de un halo blanco lunar.
Habíamos discutido como tantas veces,
pero esta vez dijiste que era la última.
No te creí.
Me acosté en nuestra cama y me dormí.
Creo recordar que desperté.
Creo recordar que te llamé.
Creo recordar que tú no estabas.
Creo recordar que enloquecí.
Me cubrí con nuestra manta granate y
al poco tiempo, la perdí.
Te busqué desesperada hasta que
me convencí de que tus palabras eran ciertas.
Había sido la última vez que habíamos discutido.
Ya no iba a haber ninguna más.
No pude imaginar mi vida sin ti y
seguí el halo blanco que rodeaba mi cuerpo.
Cuando me acercaba al acantilado
me crucé con un hombre que, tras sonreír,
me entregó la manta granate que había encontrado tirada en el sendero.
Tras arroparme, no preguntó nada y, de la mano,
le guié a la que había sido nuestra cama, convertida ahora en suya y mía.
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