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jueves, 1 de octubre de 2015

" PEDRO Y BERTA. MATRIMONIO INFIERNO ". RELATO BREVE (M.A.M.)




Pedro y Berta nacieron en el mismo pueblo del más perdido sur de España, con una década de diferencia entre ambos, él en 1930 y ella en 1940.

Se conocían de siempre pero entablaron un primer contacto durante las fiestas del Carmen, un tórrido mes de julio, en el baile organizado por el ayuntamiento en la plaza mayor.

Pedro acababa de regresar tras finalizar el Servicio Militar y Berta era aun una niña…una niña que quedó embelesada tras aquel pasodoble que juntos bailaron y que hubiese deseado que durase un día entero, para bailar, bailar y seguir bailando con aquel joven, al que siempre había considerado el hombre más guapo de su pequeño mundo.

Pedro pidió permiso a los padres de Berta, campesinos analfabetos, para cortejar a su hija; tras recibir su aprobación, les prometió respetarla hasta el día que contrajeran matrimonio. Dado que Berta era una niña, Pedro decidió emigrar.

En Cádiz tomó un barco que le llevaría a Cuba, aconsejado por un antiguo compañero del ejército. Allí no le fue difícil prosperar; era listo y supo utilizar muy bien los conocimientos que había adquirido durante su año y medio “sirviendo a la patria”, donde había aprendido a leer, escribir, además de adquirir las nociones básicas de las matemáticas, gracias a la labor del capellán castrense cuya principal preocupación había sido enseñar a todos los jóvenes que llegaban sin ningún tipo de preparación académica.

Empezó trabajando como obrero en una fábrica de tabacos; pronto se hizo con la confianza del propietario hasta conseguir convertirse en la mano derecha de éste. El propietario era también un español emigrado que había perdido a su esposa e hijos durante la “Gripe Española”, motivo principal por lo que viajó al otro lado del Atlántico consiguiendo hacer fortuna. Al no tener herederos directos y confiando plenamente en el buen hacer de Pedro, redactó un testamento donde le dejaba como único beneficiario de sus propiedades.

Pasados cinco años, Pedro pasó a ser el legítimo propietario de una próspera fábrica de tabaco en Cuba.

Pedro y Berta se casaron por poderes. Ella tenía diciséis años y nunca había salido del pueblo en el que había nacido.

Tras contraer matrimonio, zarpó desde Cádiz rumbo a Cuba donde le esperaba su esposo, pero también un auténtico desconocido.

Durante esos cinco años de espera, Pedro, además de prosperar económicamente se había convertido en un hombre galante, educado ante los ojos de la alta sociedad en la que se movía; pero también se había acostumbrado a dar órdenes y ser obedecido al instante.

Era un cliente habitual de todos los prostíbulos de la isla y era allí donde dejaba salir su verdadera personalidad. Las prostitutas cuyos servicios pagaba, conocían bien su carácter brusco, violento y sabían que no le gustaba ser contrariado por ninguna mujer.

Cuando Berta llegó al que iba a ser su nuevo hogar, le esperaba en el puerto su esposo al que apenas recordaba y al que saludó con un casto beso en la mejilla.

Esa noche, Berta y Pedro consumaron su matrimonio; Berta sintió como si le taladrasen por dentro…Pedro, acostumbrado a pagar, se sintió decepcionado ante tanta ignorancia. Él esperaba a una mujer que lograse satisfacer todas sus necesidades sexuales y a Berta le faltaba mucho camino por recorrer para llegar dónde deseaba su esposo.

Solamente había pasado un mes desde su llegada y Berta soñaba con regresar a España pero eso resultaba impensable para la sociedad de la época. No reconocía en su marido a aquel con quien había bailado hasta desfallecer hacía unos años.

Pedro, embebido de poder y dinero, se comportaba con su esposa sin ningún tipo de reparos; era “su mujer”, era “su propiedad”.

Muy pronto llegó el primer hijo y con él, la primera bofetada; era un hombre que trabajaba todo el día en la fábrica y, al llegar a casa, lo único que deseaba era ser complacido por su esposa; no entraba en sus planes, encontrarse con una mujer agotada y con un recién nacido que lloraba sin consuelo durante toda la noche.
Tres días después del nacimiento de su primogénito entró en la habitación en la que se encontraba su esposa amamantando a su hijo; llegó cegado por el ansia de sexo y se encontró con la negativa de Berta; le dio tal bofetada que la sangre que empezó a emanar por su nariz se unió a la leche que producían sus pechos.
Berta no podía dar crédito a lo que acababa de suceder; quiso creer que el motivo se encontraba en la gran cantidad de alcohol que debía haber consumido su esposo y que delataba el asqueroso olor de su aliento.

Pronto se dio cuenta de que aquel joven que había conocido en su pequeño pueblo del sur de España, se había convertido en un hombre irracional, agresivo, brusco, acostumbrado a tratar con prostitutas y deseoso de que su legítima esposa se comportase como una de ellas.
-“¿Para qué servís las mujeres?”, le espetó un día.
-“Recuerda que tu obligación es darme placer y fecundar herederos; y recuerda que si no satisfaces mis deseos, el repudio ¿no creo que entre en tus planes”.

Berta se convirtió en la máquina de placer de su marido; si no hacía lo que él deseaba, como respuesta recibía duras palizas, cada vez más asiduas.





Por otro lado, los hijos siguieron llegando; el segundo, el tercero…hasta un octavo.
La vida de Berta se había convertido en una sucesión de noches de sexo y palizas diarias, ya no escudadas en la estúpida razón de no haberle satisfecho plenamente, ya no había ningún motivo que las propiciase. La violencia presidía su día a día convirtiéndose en una terrible rutina. Le pegaba si no había firmado un contrato y también si no había llegado la mercancía que esperaba; le pegaba si perdía su partida de cartas en el casino; le pegaba porque era suya y necesitaba desahogarse.

Ya habían pasado quince años desde la llegada de Berta a la isla, quince años pariendo hijos que criaba y quería únicamente ella, quince años siendo el saco sobre el que descargaba todo el resentimiento su marido.

Un día, Berta se sorprendió pensando que aquello que vivía día a día no era vida sino que era un infierno cotidiano, diario, rutinario e insoportable por más tiempo. Berta ya no podía más. Utilizando como pretexto la aparición de una plaga de ratas en la mansión, solicitó a una de sus criadas que comprase el veneno más potente que encontrase para deshacerse de ellas.

Esa misma noche, preparó un vaso de leche y diluyó sobre él unas cuantas gotas de aquella tóxica pócima. Cuando Berta se disponía a beberlo, su hija pequeña, la última, la octava, reclamó su atención desde la habitación. Cuando llegó donde se encontraba, la besó con dulzura tras arroparla y fue entonces cuando se dio cuenta de lo equivocada que estaba. No era ella quién debía morir pues ¿quién cuidaría de sus hijos?, ¿quién les daría el amor que solamente ella les profesaba?; era Pedro quien debía morir. Nunca lo había visto tan claro hasta entonces; su vida, desde la llegada a Cuba, había sido una sucesión de palizas convertida ya en rutina, pero ella no podía más, no quería aguantar más; ella debía vivir por sus hijos.

Esa noche, cuando Pedro llegó a la habitación de su esposa para el ritual diario, ella, muy diligentemente le tenía preparado un vaso de ron bien frío en el que había diluido unas gotas del mortífero veneno. Tras fornicar, pues lo que ellos hacían no podía recibir otro nombre, Pedro, sediento, bebió de un trago la fatídica bebida.

Su muerte fue rápida, pero estuvo presidida de horribles espasmos y agudo dolor. Viéndose morir pidió ayuda a su esposa, pero Berta no se movió de la cama; estuvo contemplando, fríamente y con placer, todo el proceso de sufrimiento, agonía y muerte de su esposo y, por primera vez en muchos años, fue feliz.

Nadie sospechó nada. El doctor dictaminó muerte súbita por un ataque al corazón.
Berta se convirtió en una respetada y rica viuda quien, tras vender todas las posesiones que había recibido de su cruel esposo, regresó a España con sus ocho hijos, su única realidad, instalándose en el pueblo de su infancia, donde ordenó construir una magnífica mansión donde pasó el resto de su vida.


                                    



Por supuesto, jamás volvió a tener relación con hombre alguno.

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