Se conocían de siempre pero entablaron un primer contacto
durante las fiestas del Carmen, un tórrido mes de julio, en el baile organizado
por el ayuntamiento en la plaza mayor.
Pedro acababa de regresar tras finalizar el Servicio Militar
y Berta era aun una niña…una niña que quedó embelesada tras aquel pasodoble que
juntos bailaron y que hubiese deseado que durase un día entero, para bailar,
bailar y seguir bailando con aquel joven, al que siempre había considerado el
hombre más guapo de su pequeño mundo.
Pedro pidió permiso a los padres de Berta, campesinos analfabetos, para cortejar a su hija; tras recibir su aprobación, les prometió respetarla hasta el día que contrajeran matrimonio. Dado que Berta era una niña, Pedro decidió emigrar.
En Cádiz tomó un barco que le llevaría a Cuba, aconsejado
por un antiguo compañero del ejército. Allí no le fue difícil prosperar; era
listo y supo utilizar muy bien los conocimientos que había adquirido durante su
año y medio “sirviendo a la patria”, donde había aprendido a leer, escribir,
además de adquirir las nociones básicas de las matemáticas, gracias a la labor
del capellán castrense cuya principal preocupación había sido enseñar a todos
los jóvenes que llegaban sin ningún tipo de preparación académica.
Empezó trabajando como obrero en una fábrica de tabacos;
pronto se hizo con la confianza del propietario hasta conseguir convertirse en
la mano derecha de éste. El propietario era también un español emigrado que
había perdido a su esposa e hijos durante la “Gripe Española”, motivo principal
por lo que viajó al otro lado del Atlántico consiguiendo hacer fortuna. Al no
tener herederos directos y confiando plenamente en el buen hacer de Pedro,
redactó un testamento donde le dejaba como único beneficiario de sus
propiedades.
Pasados cinco años, Pedro pasó a ser el legítimo propietario
de una próspera fábrica de tabaco en Cuba.
Pedro y Berta se casaron por poderes. Ella tenía diciséis
años y nunca había salido del pueblo en el que había nacido.
Tras contraer matrimonio, zarpó desde Cádiz rumbo a Cuba
donde le esperaba su esposo, pero también un auténtico desconocido.
Durante esos cinco años de espera, Pedro, además de
prosperar económicamente se había convertido en un hombre galante, educado ante
los ojos de la alta sociedad en la que se movía; pero también se había
acostumbrado a dar órdenes y ser obedecido al instante.
Era un cliente habitual de todos los prostíbulos de la isla
y era allí donde dejaba salir su verdadera personalidad. Las prostitutas cuyos
servicios pagaba, conocían bien su carácter brusco, violento y sabían que no le
gustaba ser contrariado por ninguna mujer.
Cuando Berta llegó al que iba a ser su nuevo hogar, le
esperaba en el puerto su esposo al que apenas recordaba y al que saludó con un
casto beso en la mejilla.
Esa noche, Berta y Pedro consumaron su matrimonio; Berta
sintió como si le taladrasen por dentro…Pedro, acostumbrado a pagar, se sintió
decepcionado ante tanta ignorancia. Él esperaba a una mujer que lograse
satisfacer todas sus necesidades sexuales y a Berta le faltaba mucho camino por
recorrer para llegar dónde deseaba su esposo.
Solamente había pasado un mes desde su llegada y Berta
soñaba con regresar a España pero eso resultaba impensable para la sociedad de
la época. No reconocía en su marido a aquel con quien había bailado hasta
desfallecer hacía unos años.
Pedro, embebido de poder y dinero, se comportaba con su
esposa sin ningún tipo de reparos; era “su mujer”, era “su propiedad”.
Muy pronto llegó el primer hijo y con él, la primera
bofetada; era un hombre que trabajaba todo el día en la fábrica y, al llegar a
casa, lo único que deseaba era ser complacido por su esposa; no entraba en sus
planes, encontrarse con una mujer agotada y con un recién nacido que lloraba
sin consuelo durante toda la noche.
Tres días después del nacimiento de su primogénito entró en
la habitación en la que se encontraba su esposa amamantando a su hijo; llegó
cegado por el ansia de sexo y se encontró con la negativa de Berta; le dio tal
bofetada que la sangre que empezó a emanar por su nariz se unió a la leche que
producían sus pechos.
Berta no podía dar crédito a lo que acababa de suceder;
quiso creer que el motivo se encontraba en la gran cantidad de alcohol que debía
haber consumido su esposo y que delataba el asqueroso olor de su aliento.
Pronto se dio cuenta de que aquel joven que había conocido
en su pequeño pueblo del sur de España, se había convertido en un hombre
irracional, agresivo, brusco, acostumbrado a tratar con prostitutas y deseoso
de que su legítima esposa se comportase como una de ellas.
-“¿Para qué servís las mujeres?”, le espetó un día.
-“Recuerda que tu obligación es darme placer y fecundar
herederos; y recuerda que si no satisfaces mis deseos, el repudio ¿no creo que
entre en tus planes”.
Berta se convirtió en la máquina de placer de su marido; si
no hacía lo que él deseaba, como respuesta recibía duras palizas, cada vez más
asiduas.
Por otro lado, los hijos siguieron llegando; el segundo, el
tercero…hasta un octavo.
La vida de Berta se había convertido en una sucesión de
noches de sexo y palizas diarias, ya no escudadas en la estúpida razón de no
haberle satisfecho plenamente, ya no había ningún motivo que las propiciase. La
violencia presidía su día a día convirtiéndose en una terrible rutina. Le
pegaba si no había firmado un contrato y también si no había llegado la
mercancía que esperaba; le pegaba si perdía su partida de cartas en el casino;
le pegaba porque era suya y necesitaba desahogarse.
Ya habían pasado quince años desde la llegada de Berta a la
isla, quince años pariendo hijos que criaba y quería únicamente ella, quince
años siendo el saco sobre el que descargaba todo el resentimiento su marido.
Un día, Berta se sorprendió pensando que aquello que vivía
día a día no era vida sino que era un infierno cotidiano, diario, rutinario e
insoportable por más tiempo. Berta ya no podía más. Utilizando como pretexto la
aparición de una plaga de ratas en la mansión, solicitó a una de sus criadas
que comprase el veneno más potente que encontrase para deshacerse de ellas.
Esa misma noche, preparó un vaso de leche y diluyó sobre él
unas cuantas gotas de aquella tóxica pócima. Cuando Berta se disponía a beberlo,
su hija pequeña, la última, la octava, reclamó su atención desde la habitación.
Cuando llegó donde se encontraba, la besó con dulzura tras arroparla y fue
entonces cuando se dio cuenta de lo equivocada que estaba. No era ella quién
debía morir pues ¿quién cuidaría de sus hijos?, ¿quién les daría el amor que
solamente ella les profesaba?; era Pedro quien debía morir. Nunca lo había
visto tan claro hasta entonces; su vida, desde la llegada a Cuba, había sido
una sucesión de palizas convertida ya en rutina, pero ella no podía más, no
quería aguantar más; ella debía vivir por sus hijos.
Esa noche, cuando Pedro llegó a la habitación de su esposa
para el ritual diario, ella, muy diligentemente le tenía preparado un vaso de
ron bien frío en el que había diluido unas gotas del mortífero veneno. Tras
fornicar, pues lo que ellos hacían no podía recibir otro nombre, Pedro,
sediento, bebió de un trago la fatídica bebida.
Su muerte fue rápida, pero estuvo presidida de horribles
espasmos y agudo dolor. Viéndose morir pidió ayuda a su esposa, pero Berta no
se movió de la cama; estuvo contemplando, fríamente y con placer, todo el
proceso de sufrimiento, agonía y muerte de su esposo y, por primera vez en
muchos años, fue feliz.
Nadie sospechó nada. El doctor dictaminó muerte súbita por
un ataque al corazón.
Berta se convirtió en una respetada y rica viuda quien, tras
vender todas las posesiones que había recibido de su cruel esposo, regresó a
España con sus ocho hijos, su única realidad, instalándose en el pueblo de su
infancia, donde ordenó construir una magnífica mansión donde pasó el resto de
su vida.
Por supuesto, jamás volvió a tener relación con hombre
alguno.
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