cuándo era niña,
mi padre me compraba
un enorme helado
de
chocolate
y
era incapaz
de disfrutarlo
pensando
que,
tarde o temprano,
se acabaría.
Ahora,
que te he reencontrado,
saboreo
con más intensidad
tus besos,
dos horas antes de que
mis labios los reciban,
tus abrazos,
con más fuerza,
antes de que los extiendas
para fundirme en ellos,
tus caricias,
con más pasión,
en ese preciso instante
en el que observo
como tus manos se disponen
a
recorrer mi cuerpo.
Cuando
te abro mi casa,
de par en par,
desearía
que entrases
como si dispusieses
de todo el tiempo del mundo
porque yo,
sin querer,
o
queriendo,
voy contando
cada segundo que pasa
como preámbulo
del final
que, ineludiblemente, llega.
Por eso,
no quiero pensar
en plazos,
en tiempos,
o
en intervalos.
Desearía imaginar
un futuro
que sea fruto
de
un ensamblaje perfecto
entre tú y yo
pero,
perdóname, no puedo.
Me hace más feliz
planear
un momento junto a ti
que
el momento en sí
porque,
en realidad,
lo que verdaderamente anhelo
es que nuestro amor
no conozca nunca
el significado
de la palabra fin.