El cuerpo de una mujer
no es
un lienzo en blanco.
Siente, ama,
piensa, llora,
desea, sufre.
Gesta en su interior
al hijo
que ha de parir,
alimentar con sus pechos,
defender con su vida.
No, el cuerpo de una mujer
no es
un lienzo en blanco.
Trabaja, crea,
sueña, ríe,
lucha, goza.
Ella es quien acoge,
quien es habitada,
es un ánfora de sexo.
El cuerpo de una mujer
es
un cuadro de mil colores
que
dibujan
pasados vividos,
tal vez sufridos,
tal vez gozados,
pero
sus pasados,
propiedad únicamente
de su memoria.
Colores que
ilustran
un cuerpo
en el que,
el tiempo,
dibujará arrugas,
pliegues,
recovecos
en su piel.
El cuerpo de una mujer
no es de nadie,
salvo de la mujer misma.
Ella es dueña
y
señora
de su boca
y besará si así lo desea.
Propietaria de sus pechos
que dejará acariciar a
quien ella elija.
De su cuello,
que será mordido
por quién ella quiera.
De su vagina,
que abrirá
o
cerrará
siguiendo el dictado
de su corazón,
de su mente
o, tal vez,
solo de ese pequeño instante
que se esconde
tras un segundo
de deseo.
Photo by Donald Oswalld
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