es
indefinida.
Su cuerpo
delgado,
muy delgado,
se esconde
bajo un enorme abrigo
que
un día
debió de ser
azul marino.
En su cara
destaca
una brillante
mirada verde
y
una triste sonrisa.
Sus manos,
grandes,
abren con delicadeza
el estuche
en el que duerme su viejo
y
agotado
violín.
Frente a él, un atril.
Sobre el atril, unas partituras
enganchadas con pinzas
para que el viento
no las invite a bailar.
Sobre su hombro izquierdo
sitúa con cuidado
su instrumento,
inclinando luego
su cabeza,
para reposar
finalmente
su ya gastado mentón.
Y,
es entonces,
cuando el músico
recobra su energía
y
su cuerpo
se transforma en un Solo
de Bach.
Pero,
nadie se para
a escucharle.
La gente
La gente
pasa a su lado
insensible,
ciega,
sorda,
indiferente.
Frente a él
solamente
estoy yo.
Al finalizar,
aplaudo,
le sonrío,
me aproximo
y
coloco sobre su mano
un billete de veinte euros.
Lo mira, me mira.
No quiere aceptarlos.
"La música
y
yo
somos libres.
Agradezco tu dinero
pero
me ha llegado al corazón
tu tiempo
y
tu sonrisa".
Al seguir mi camino
he sabido
que
había conocido
a un hombre feliz.
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