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martes, 29 de noviembre de 2016

"DELIA Y LUCAS: AMOR- TERROR PEDERASTA" (M.A.M.)

 San Sebastián, 1950.

Delia es la quinta de los diez hijos nacidos del matrimonio de sus padres, Lucas y Ana.

Don Lucas, como era conocido en San Sebastián, además de un reputado doctor especializado en el aparato digestivo, era conocida su maestría con el bisturí al tratarse de un eminente cirujano. Tras trabajar diez horas diarias en el Hospital de la Cruz Roja de la ciudad, pasaba consulta privada en su domicilio, ubicado en un edificio de una de las zonas más señoriales de Donostia, próximo al convento de San José.

Doña Ana era hija de un alto mando militar, con gran influencia en el Gobierno Central, que había contraído matrimonio a los dieciocho años tras un noviazgo muy corto. Se solía decir que el matrimonio había sido pactado entre las dos familias para poder emparentar la elite médica y la elite militar, incrementando el poder fáctico de ambas familias de la capital guipuzcoana.

La boda fue todo un acontecimiento social al que asistieron todos los altos estamentos de la sociedad.
Durante el viaje de novios estuvieron en Biarritz donde pudieron disfrutar de sus conocidos balnearios y de su renombrado Casino.

A su regreso, dona Ana ya estaba embarazada del que sería el primer hijo de la pareja que nació justamente a los nueves meses de haberse consumado el matrimonio. Fue un varón, que siguiendo la tradición, fue bautizado con el nombre de su padre, Lucas. A partir de su nacimiento, anualmente se producía la llegada de un nuevo hijo; salvo dos abortos intercalados entre dos nacimientos y la muerte nada más nacer del octavo hijo, se puede decir que doña Ana se mantuvo en un continuo embarazo desde los dieciocho años hasta su trigésimo primer cumpleaños. El último parto fue muy complicado, hubo que hacerle un vaciado de útero por lo que ya no pudo darle más hijos a su esposo, pues desde esa perspectiva fue como lo vio Don Lucas.

A pesar de su condición de médico y comprendiendo, desde una visión profesional, lo que le había ocurrido a su esposa, ésta dejo de resultarle útil además de convertirse en una mujer poco apetecible para satisfacer sus necesidades “de hombre”.
Cuando doña Ana se recuperó de su operación, pasó a ocupar otra habitación. Jamás volvieron a compartir dormitorio y no es necesario comentar que doña Ana nunca más volvió a mantener relaciones sexuales con su marido. Todo ello la llevó a una profunda depresión, traducida por una desgana de vivir, que la llevaba periódicamente a pasar largas temporadas en una privada y elitista clínica psiquiátrica, algo que la familia logró mantener en el más absoluto de los secretos.

Don Lucas era un hombre a la antigua usanza. Necesitaba sexo porque, en el fondo, necesitaba reafirmar su virilidad constantemente. Al no poder hacer uso de su esposa, se convirtió en un asiduo de los burdeles más chic de la ciudad y fue en los prostíbulos donde por fin don Lucas sacó su verdadera personalidad. Ya que las putas recibían dinero del cliente, éste podía ser el hombre más soez, vil, sucio, de los que visitaban la “casa de citas”. Utilizabas con ellas un lenguaje que jamás se hubiese atrevido a usar con su esposa, no por respeto a doña Ana, sino por respeto a la familia de la que procedía. Se dijo a sí mismo que “ya que había mantenido las formas” por conservar el elevado estatus social conseguido durante casi trece años, ahora que pagaba iba a salir el verdadero hombre que se había mantenido oculto.

Por aquel entonces sus hijos eran pequeños. Sus edades oscilaban de los trece años, del mayor, al año que aún no había cumplido el menor de todos. De sus diez hijos, nueve fueron varones, salvo Delia, la quinta, una preciosa niña morena de ojos grandes y rotundamente verdes.

Delia tenía nueve años cuando su padre entró por primera vez en su habitación. Esperó a que todos estuviesen dormidos, abrió muy despacio la puerta de su habitación y sigilosamente se introdujo en la cama de su única hija. Esta primera vez, él no quería despertarla, solamente quería apreciar la suavidad y la calidez de un cuerpo infantil. Lo cierto es que desconocía qué se había movido en su interior para experimentar este impulso sensual hacia su hija. Pensó que tras años de visitas casi diarias a prostíbulos necesitaba sentir la pureza, la inocencia que exhalaba su hija por cada poro de la piel. Al principio, alternaba sus visitas a los ya tan manidos burdeles con estas escapadas nocturnas al dormitorio de su hija.

Durante un tiempo fue tal el cuidado que ponía al introducirse en su cama y acariciarla que Delia no se despertaba y eso, en el fondo, era algo que excitaba enormemente a su padre, la dulce respiración de su hija mientras dormía plácidamente, dejando su cuerpo absolutamente relajado.

Mientras su esposa había estado ingresada en la clínica psiquiátrica, prácticamente todo un año, él había visitado la alcoba de su única hija, pero había mantenido siempre el cuidado del principio, a pesar que, a medida que iba pasando el tiempo, las primeras sensaciones  se fueron traduciendo en verdaderas pulsiones sexuales. Pero el regreso de su esposa puso fin, al menos por el momento, a  estas incursiones al interior de la cama de Delia. El insomnio que padecía su esposa le hizo prácticamente imposible continuar.
Al menos Delia, en su ignorancia, seguía manteniendo la inocencia de sus ya diez años.

Pero su padre se había acostumbrado demasiado al dulce cuerpo de su hija por lo que, utilizando todos los mecanismos que estaban en sus manos, como médico acreditado que era, consiguió que diagnosticasen a su esposa de “Demencia agresiva” por lo que no tuvo muchos problemas para que la internasen de por vida en un hospital en las afueras de la ciudad.

Cuando había pasado un mes desde el ingreso de su madre y sumida en una desconsolada tristeza, aquella noche Delia no estaba dormida cuando sintió que la puerta de su habitación se abría lentamente. Abrió los ojos y en la oscuridad le pareció vislumbrar la figura de su padre: ¿qué querría a aquellas horas?”, se preguntó en silencio, aunque la respuesta fue prácticamente inmediata cuanto noto como se introducía lentamente en su cama. Como era la primera vez para ella, no supo como reaccionar, se quedó paralizada y de su garganta no pudo salir ni el más mínimo ruido. Esta vez si notó que su padre le acariciaba su cuerpo y como frotaba muy lentamente algo duro y húmedo por su espalda. El asco ahogó su garganta y esperó a que todo aquello finalizase. Pensó que lo sucedido sería fruto de la enajenación de su padre por la tristeza de haber perdido a su esposa, ingresada en un psiquiátrico y, en el fondo, le comprendió. Era su padre y no podía imaginarse, desde su inocencia, nada sucio en aquel suceso.

Sin embargo, al día siguiente, al acostarse, hizo lo posible por mantenerse despierta y esperó  a ver lo que sucedía. Y lo que había pasado la noche anterior, volvió a repetirse. Pero esta vez, una vez su padre metido en su cama, Delia le sobresaltó con un “¿Pero papá, qué estás haciendo?”. Don Lucas, al verse descubierto, dejó salir la parte más violenta que le caracterizaba en su relación con las mujeres y, tras taparle la boca, la misma excitación de verse descubierto hizo que por primera vez consumara el acto sexual. Lo hizo sin cuidado, olvidando que quién estaba bajo él, era su propia hija y, de pronto, se sintió transportado a la habitación de un burdel y a la cama de una puta. El dolor que sintió Delia fue infinito; no entendió nada de lo que estaba sucediendo. Lo único que sabía era que su padre estaba tapándole la boca con todas sus fuerzas mientras que, con todas sus fuerzas también, le penetraba de tal manera que Delia sintió como si la estuviesen taladrando por dentro. Cuando finalizó, Don Lucas se dio cuenta de que la cama de Delia y ella misma estaban manchadas de sangre. Obligó a su hija a quitar las sábanas y desprenderse del camisón para él poder deshacerse de ello al día siguiente camino al hospital. Obligó a Delia que hiciese la cama con unas sábanas lo más parecidas posibles a las manchadas por su propia sangre, para que el servicio no se percatase al día siguiente de nada y que se pusiese un camisón, a poder ser igual que el que llevaba esa noche.


Le hizo jurar que no contaría nada a nadie porque nadie le creería y, en el caso de que lo sucedido saliese a la luz, le amenazó con hacer con ella lo mismo que con su madre. Delia, aterrorizada, juró por Dios que sus labios estarían sellados para siempre, porque si había algo que más angustiase a Delia eran las visitas a su madre a aquel hospital psiquiátrico. La misma idea de poder tener el mismo destino fue la que le movió a mantener su silencio.



Delia tiene ya quince años y, noche tras noche, sigue recibiendo estoicamente la visita de su padre. Lo único que le consuela es que las penetraciones, aunque muy bruscas, son cortas en duración y una vez satisfecho, se levanta y sin mediar palabra abandona la habitación de su hija.

Pero don Lucas quería seguir manteniendo de cara a la galería y entre sus amistades, la fama que se había ganado con los años, por lo que las visitas a los prostíbulos de la ciudad habían continuado.

Una noche, Delia esperó a que su padre entrase en la habitación, deliberadamente despierta, pues debía confesar que desde hacía algún tiempo no se encontraba bien. Don Lucas, de pronto, adoptó el papel de afamado médico y le preguntó cuáles eran los síntomas que presentaba. Delia le contestó que se encontraba mareada y que, al despertarse, debía ir corriendo al cuarto de baño pues no podía soportar las ganas de vomitar; añadió que, lo más extraño, era que no tenía la menstruación desde hace unos meses, aunque no podía especificar cuántos. Don Lucas, al escuchar lo que su hija acababa de contarle se puso en lo peor, pero quiso cerciorarse de que no estaba errado y que sus sospechas eran ciertas. Cerró con llave la puerta de la habitación de Delia como había hecho durante los últimos seis años, pero esta vez le pidió que se desnudase de cintura para abajo y que abriese las piernas. Su hija, ya acostumbrada a vivir en un constante pánico por las continuas amenazas de un posible ingreso en un hospital psiquiátrico, obedeció a su padre sin mediar ni una palabra. Pero esta vez, Don Lucas no introdujo en el jóven cuerpo de su hija lo que introducía todas las noches; esta vez fueron sus manos las que entraron por la vagina mientras apretaba el vientre. Sus sospechas dejaron de ser sospechas y dio por seguro que su hija estaba embarazada de unos tres meses. Es en ese momento cuando don Lucas se da cuenta del alcance de la situación, de las terribles consecuencias que podría tener un suceso así en su carrera como médico y, lo más importante: si un suceso así viese la luz, él perdería su honor, su buen nombre y su familia quedaría marcada para siempre. En ningún momento se paró a pensar en Delia, su hija, embarazada de un hijo suyo, es decir, Delia esperaba a su vez un hijo y un hermano. No, aquello no podía continuar y debía poner fin esa misma noche.

Se acercó al ala de su domicilio que tenía habilitada como consultorio privado y se hizo con todo el material necesario para solucionar el problema inmediatamente. Cuando llegó a la habitación de Delia, sin mediar palabra, le puso un paño con cloroformo sobre su cara, quedando sumida en un profundo sueño, tiempo que aprovechó su padre para intentar enmendar lo que ya parecía no tener solución. Aunque su especialidad médica estaba relacionada con el aparato digestivo, dio por supuesto que la realización de un aborto, para un médico con tantos años de experiencia sobre su espalda, no podía ser difícil.

Sin embargo, nada salió como él esperaba. Lo que debería haber sido una sencilla intervención que le permitiese liberar a Delia de aquel hijo no deseado ni esperado por él, se convirtió en una verdadera carnicería.
Don Lucas, aquella noche, mató a dos hijos: a su hija Delia, joven hermosa de enormes ojos verdes y al hijo que ella esperaba, fruto de las continuas relaciones sexuales mantenidas durante años con su padre.
En un principio, al ver lo que había sucedido, se quedó paralizado y así continuó hasta que la luz del día le hizo despertarse de su ensimismamiento.

Cuanto entró la sirvienta encargada de la limpieza en la habitación de Delia, un grito desgarrador salió de su garganta: había encontrado a Don Lucas ahorcado, colgado de la lámpara del techo de la habitación situada sobre la cama en la que yacía su hija Delia, desangrada, con las piernas abiertas y algo semejante a un gran coágulo de sangre en una palangana sobre el suelo, el hijo del pecado.

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