recordé a mi padre.
La soledad
de un concertino
de violín
es absoluta.
En un teatro
abarrotado de gente,
pendiente
de cada golpe de arco,
de cada staccato,
de cada pizzicato,
de la afinación sublime
que
se espera de un solista,
de su fuerza interpretativa,
conlleva
que no puede provocar
sensación de desamparo,
aunque,
en esos momentos,
es únicamente su instrumento
el que suena.
El resto de la orquesta calla,
toda la responsabilidad
recae sobre él,
pero aún así,
se siente respaldado por ella
Mi padre disfrutaba,
era feliz sobre el escenario.
Le recuerdo con los ojos cerrados
y toda la concentración
puesta en su intrumento.
Él y su violín
se fusionaban en uno,
eran indivisibles.
Y luego, los aplausos
y su enorme sonrisa
y ese pañuelo
que
siempre le acompañaba
para secar el sudor del esfuerzo.
Desde que naci,
hasta su muerte,
su violín, su viola, han sido
la banda sonora de mi vida.
Ayer,
leí en público,
por vez primera,
mis poemas.
En cuanto empecé,
desaparecieron los nervios.
Me sentí protegida
pero,
a la hora de la verdad,
era mi voz
la única que se escuchaba.
Recordé a mi padre
y, como él,
me propuse
disfrutar y ser feliz.
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