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Lewis Carrol "Alice in Wonderland"

sábado, 18 de junio de 2016

"FELISA Y MARTÍN. AMOR DE EDIPO" (M.A.M.)

Según Freud, se denomina “Complejo de Edipo” a la atracción sexual inconsciente que siente un niño por su madre, percibiéndose así mismo un sentimiento de odio, también inconsciente, hacia el padre. El complejo suele darse hasta los siete años, en lo que el psicoanalista considera fase “fálica”, pero, ¿y si se alarga en el tiempo?.






Asturias 1935.



Un pueblo perdido en el monte astur, presidido por un elevado castillete minero y algunas granjas repartidas por los alrededores. Aquí vivía Felisa, una joven adelantada a su época, lectora voraz y cuya secreta aspiración era convertirse en una famosa escritora.

Pero Felisa era demasiado inteligente para darse cuenta que aquel deseo era algo totalmente inalcanzable para una mujer, hija única de los propietarios de una modesta granja con algunas cabezas de ganado bovino y ovino. Su destino estaba ahí y era muy difícil que pudiese escapar de él.
Además Felisa, enfrascada en sus inalcanzables aspiraciones, había dejado pasar el tiempo de una manera un tanto inconsciente para las costumbres de la época. Se podría decir que había construido un mundo paralelo al real, en el que no existían necesidades tan banales como la de concienciarse que como hija única que era, algún día debería casarse y tener hijos.

En el mundo de Felisa solo tenía cabida el que había sido su antiguo profesor en la escuela, un anciano republicano llamado Matías, que le proporcionaba, cada vez que acudía a su destartalada casa, la aventura de adentrarse en su bien poblada biblioteca. Fue de ese modo como Felisa tuvo acceso a obras de escritores rusos como GFogol, Chejov, Dostoyevski; ingleses como Shakespeare, Conan Doylle, Dickens; españoles como Cervantes, Pío Baroja, Pérez Galdós. Pero el anciano Matías también le había prestado “ La Illiada” de Homero, “El Príncipe” de Maquiavelo o “El Contrato Social” de Jean- Jacques Rousseau.

A su vez, el viejo Matías, además de ser el único conocedor de su secreta ambición de convertirse en una afamada escritora, le marcaba directrices y le enseñaba reglas de sintaxis y gramática consciente de que su futuro distaba mucho de aquella aspiración.
Sin apenas darse cuenta, Felisa celebró su vigésimo quinto aniversario y de pronto se dio cuenta que los años habían pasado muy deprisa, que si no conocía varón pronto, se quedaría soltera para siempre algo que, en el fondo, a ella no le importaba, pero egoístamente, sabiendo que su cruel realidad era aquella granja en la que vivía con sus padres, fue fríamente pragmática y decidió que en las próximas fiestas del pueblo debería conocer al que sería su marido.

Y así fue. Era el mes de Septiembre y se celebran las fiestas de los Santos San Cosme y San Damián.
Felisa, además de sumamente inteligente y adelantada a su época, se sabía guapa y era consciente de que si se lo proponía con un ligero movimiento de sus caderas, en aquel cuerpo perfectamente formado, cualquiera de aquellos hombres se acercarían como perrillos al olor de la comida. Además, también sabía que, si no decía su edad, podía
pasar por, incluso, diez años menos, aunque se propuso no arriesgar y quito siete cifras a su verdadera edad.

Dio un amplio vistazo y se fijó en un hombre alto, algo rudo, pero “guapo hasta decir basta” y ya que se trataba de encontrar a alguien con el que formar una familia, al menos que a la vista, fuese agradable.
Se llamaba Martín, picador en el pozo minero del pueblo. Felisa solo necesitó esbozar una ligera sonrisa para tener a Martín a sus pies. Felisa no le confesó la edad y se propuso no hacerlo hasta el día en el que contrajesen matrimonio, porque Felisa ya había decidido que no quería molestarse en buscar otro pretendiente ya que en aquel microcosmos en el que se movía, le iba a resultar muy difícil encontrar algo mucho mejor.

Si algo tenía claro era que no quería convertirse en la típica solterona de pueblo, considerada por todos como mojigata y beata, a pesar de que ella pisaba la iglesia lo justo, es decir, los domingos y fiestas de guardar y, si lo hacía, era para ahorrarse habladurías y porque no quería hacer daño a su madre, devota fiel.

Tres meses después, en enero de 1936, se celebró la boda en la ermita que da cobijo a los santos en cuya romería se habían conocido.

Como hija de ganaderos, Felisa aportó una generosa dote y el ajuar, elaborado primorosamente por su madre, que llevaba años esperando en el armario de su dormitorio.
Como era lo deseado, Felisa se quedó embarazada prácticamente la noche nupcial, por lo que esperaba con ansiedad que pasasen esos nueve meses de embarazo para dar a luz al que sería su primer hijo, algo que, inesperadamente, se convirtió en un hecho que la llenó de ilusión, a pesar de haber creído durante toda su vida que carecía de cualquier instinto maternal.

Sin embargo, algo había ocurrido tres meses antes del nacimiento de su primer hijo. Cuando Felisa se encontraba embarazada de seis meses, estalló la Guerra Civil y, como era de esperar, su marido fue llamado a filas en el bando republicano. Cuando Felisa se despidió de él, algo en su interior le dijo que esa iba a ser la última vez que le vería. Y su presentimiento se hizo realidad. Dos meses después estaba enterrando a su marido en el cementerio de su pueblo. Un mes después nacía su hijo, póstumo, tras un terrible parto de más de veinte horas de duración. Como era de esperar, le puso el nombre de su difunto marido, Martín, y se fue a vivir junto a sus padres.

En Julio de 1939 se proclama el fin de la Guerra y el nacimiento de un nuevo gobierno a cuya cabeza se encontraba el General Francisco Franco.

Los meses siguientes fueron de una represión sangrienta hacia todos aquellos de los que se sospechase cualquier inclinación hacia el bando vencedor. Pero era tal la locura que rodeaba aquellos momentos que hasta los supuestamente intelectuales, poseedores de libros “generalmente pecaminosos o políticamente peligrosos” eran “pasados por el paredón”, es decir, eran fríamente asesinados.
Así murió su queridísimo maestro, el anciano Matías, con el que los vencedores no tuvieron ninguna piedad, a pesar de haber cumplido ya los ochenta años. Fue fusilado y su cuerpo tirado a una fosa común.

Felisa, previsora, hacía meses que había enterrado bajo el establo, todos los libros que le había regalado su viejo profesor. Había dispuesto todos los libros y sus escritos en cajas perfectamente selladas y había excavado una gran fosa bajo el bebedero del ganado.
Al finalizar la guerra, su hijo había cumplido tres años y se había convertido en el centro de su vida. Nunca hubiese podido imaginar que su corazón albergarse tanto amor por aquella personita que había heredado los hermosos rasgos de sus padres.

La cabeza de Felisa se puso a cavilar. Era claro que venían años duros y que aquel pueblo minero no era, desde luego, el sitio más seguro para ella y su hijo. Además, su padre, alistado en el bando nacional, había muerto hacía ya dos años y su madre nunca superó su pérdida; siempre se dijo que había muerto de pena, seis meses después.

Fue entonces cuando Felisa se propuso vender la granja y marcharse a la capital. Pero para eso debía tener algún apoyo importante que la respaldase.

Los años de guerra no habían restado ni un ápice a su belleza; es más, la maternidad había aportado a su rostro la dulzura que nunca había tenido. Pero si no le habían restado belleza, tampoco había perdido su inteligencia y su frialdad a cavilar su futuro.

Al igual que hacía ya cuatro años, se había propuesto conocer al que sería su futuro marido, ahora su intención era localizar a alguien que quisiese hacerse cargo de una bella viuda, madre de un hijo póstumo. En su contra estaba su difundo marido republicano pero ella supo como ocultarlo y solo hacía referencia a la muerte de su padre en las “nefastas manos de los salvajes rojos”. Fue así como logró encandilar al nuevo alcalde del pueblo, recientemente viudo, tras morir su esposa en el parto del que era ya su quinto hijo.

No hizo falta vender la granja ni acudir a la capital. Justo un año después, tras finalizar el reglamentario periodo de luto, contrajo matrimonio con Don Fermín, que venía acompañado de sus cuatro hijas nacidas de su primer matrimonio.

Don Fermín contrató a tres criadas, una cocinera, cuatro niñeras y una planchadora para que se hiciesen cargo de todo lo relacionado con el mantenimiento de una casa, casa que no tenía nada que ver con la primitiva granja tras las obras de reforma acometidas en la misma, utilizando la barata mano de obra de presos republicanos.

Si Don Fermín contrató cuatro niñeras, una para cada hija y no cinco, fue porque Felisa quiso criar personalmente a su único hijo, Martín.

Con su marido, tras la obligatoria noche nupcial, pronto logró instalar una distancia suficiente, de tal manera que, al mes de casarse, ya dormían en habitaciones separadas. Y Felisa supo que no corría ningún riesgo porque Don Fermín era un católico recalcitrante que de ninguna manera hubiese consentido la anulación de su matrimonio, pues era un hecho que este había sido consumado, aunque por suerte, Felisa no se había quedado embarazada.

Una vez alcanzada la seguridad, en todos los aspectos, Felisa vivía prácticamente separado de su marido y su prole de hijas, con su hijo Marín, en el el ala opuesta de la casa.
Hacía tiempo que había recuperado los libros y escritos enterrados y ahora era su hijo el que los devoraba con verdadera fruición, por supuesto, a escondidas de su padrastro.
Felisa y Martín consiguieron crear su propio microcosmos y, sin darse cuenta, pasaron los años. Martín acababa de cumplir diecisiete años y no conocía otra mujer que no fuese su madre. Aunque la cruda realidad es que no deseaba conocer a otra mujer que no fuese su madre. Ella lo era todo para él: madre, amiga, maestra y, desde hacía unos meses, amante…si, amante.

Una noche, Martín se despertó en la mitad de la noche y sintió el calor del cuerpo de su madre junto a él: comenzó a abrazarla suavemente, a besarla con mesura y al apreciar que no existía ningún rechazo por parte de su madre, continuó aquella sucesión de besos y caricias.

No hicieron faltas explicaciones. Jamás hablaron de ello porque ambos estaban felices viviendo de aquella manera. Nunca levantaron sospechas. Jamás don Fermín, ni sus cuatro hijas sospecharon nada. De cara a la galería, Martín era el hijo perfecto, constantemente preocupado por su madre, casada en segundas nupcias con un ex militar nacional, católico furibundo, con el que las relaciones no eran demasiado buenas. Felisa logró convertirse en “pobre Doña Felisa”, casada con un hombre de modales rudos y con cuatro hijas que cuidar.

De puertas adentro, hacía tiempo que Felisa no se dejaba tocar por otro hombre que no fuese su hijo, no mantenía prácticamente ninguna relación con su esposo, salvo la salida dominical a misa, acompañados de los cinco hijos que ambos habían unido como hermanos.

Sin embargo, la felicidad nunca dura lo suficiente. Martín fue llamado por el ejército para la realización del Servicio Militar y fue destinado a Melilla, a pesar de los lloros y ruegos de Felisa a su esposo don Fermín. Pero éste se negó, encontrando la situación perfecta para hacer pagar a aquella mujer con la que se había casado, hacía ya muchos años y de la que únicamente había recibido desprecio e indiferencia, hacia él y sus hijas. Por fin, don Fermín iba a saborear lentamente el dulce sabor de la venganza. Aunque el destino quiso que la venganza fuese más allá de sus propios deseos. En el viaje hacia Melilla, el barco  en el que cruzaba el Estrecho, Martín y sus compañeros de filas, naufragó, muriendo en el hundimiento más de doscientos reclutas, entre ellos el hijo de Felisa.
Cuando llegó la noticia a casa de don Fermín y su esposa, doña Felisa, nadie supo como reaccionar.
Felisa sintió que el corazón se le resquebrajaba en mil pedazos. Ni siquiera iba a tener la oportunidad de dan un entierro digno a su hijo, pues muchos cadáveres desaparecieron para siempre, entre ellos el de Martín.

Tras el año de obligado luto, Felisa aprovecho que su marido había salido para entrar en su despacho, abrió el cajón de la mesa donde guardaba las llaves del armario donde guardaba las llaves del armario donde guardaba sus armas, seguidamente abrió dicho armario sacando una pistola que su marido siempre mantenía cargada y metiéndosela en la boca, disparó.

Cuando don Fermín encontró a su esposa, con la cara destrozada por el único y certero tiro, debió entregar a la iglesia una importante cantidad de dinero, en forma de diezmos y primicias, para que su difunta esposa pudiese recibir santo entierro, algo que no habría sucedido de haberse sabido que la muerte de Felisa había sido un suicidio.

Don Fermín no lo hizo por ella, sino por el buen nombre de su familia, de él y de sus cuatro hijas.
Felisa fue enterrada tras la celebración de un gran funeral. Tras recibir cristiana sepultura, quedó olvidada para siempre en aquel triste cementerio al que nunca, nadie, fue a depositar flores sobre su tumba.



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Y ahí estás, frente a mí, expectante. Y aquí estoy, frente a ti, atiborrada de experiencias que me impiden avanzar. Debería dejarme llevar, ...