Es noche cerrada, sin luna, sin luz.
Me asomo al precipicio y
escucho el estruendo de las olas
chocando contra las rocas.
Pero, ¿cómo he llegado hasta aquí?.
Miro mis pies y estoy descalza.
Mi cuerpo está desnudo
de ropajes y ornamentos.
El pelo suelto, la mente clara.
Ayer pudo haber sido un día
como tantos otros.
Pero fue el que tú elegiste
para decir que te marchabas porque
ya no te aportaba nada.
¿Ya no te aporto nada?.
Tres hijos, ya mayores,
paridos con dolor y mil amores.
Toda mi vida postergada
a tus sueños e ideales.
¿Ya no te aporto nada?.
Toda mi vida fue tuya.
Aquellas largas conversaciones
en las que tratábamos de curar el alma, que
terminaban en besos, abrazados en la cama.
¿Ya no te aporto nada?.
Relegué mi pasión por la tuya,
dejé de escribir a cambio de tus pinturas,
dejé de trabajar para cuidar tu ego
a cambio de nada.
No me arrepiento de lo hecho.
Te amé como jamás pensé que se podría.
Durante un tiempo, tus besos me alimentaban,
tus caricias me vestían y
tus susurros me calentaban.
Te entregué mi cuerpo y mi alma,
mi pensamiento inocente, mi juventud intacta.
Mi vientre intacto, cobijo de nuestros hijos,
alimentados con mis pechos,
crecidos a mi resguardo.
Es noche cerrada, sin luna, sin luz.
Me asomo al precipicio, vertical,
como antaño fue mi espalda.
Desnuda me desprendo de lo único que conservo,
el anillo que un día me ofeciste, jurándome amor eterno.
Mi pelo suelo, mi mente clara.
Una sonrisa ilumina mi cara,
rompiendo el recorrido que surcan mis lágrimas.
Miro al cielo y, tranquila, con el caminar pausado
avanzo ese par de metros que me separan del acantilado.
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