No siempre había sido así.
Hubo un tiempo que me amó,
o al menos eso me hizo creer.
Cuando ya me supo suya
todo en él cambió.
Era el director de los besos y
de las caricias, el prefecto.
Su palabra era doctrina,
yo no podía opinar.
Sus creencias eran dogma,
yo no podía dudar.
Nuestra casa se tornó en carcel,
la cama, en objeto de tortura.
Él era mi señor feudal,
con derecho de pernada.
Rompió todos los espejos,
tapió puertas y ventanas.
Me hizo sumisa a golpes,
cosió mi boca a patadas.
De mi cuerpo destrozado
de mi mente sometida,
no me preguntes cómo,
saqué fuerzas de flaqueza
Hice un atillo y en el metí
sus falsos arrepentimientos,
sus juramentos de ya no más,
mis lágrimas, mi sangre y mi piel hecha jirones.
Abrí la puerta con miedo,
cargada con la memoria
de sus besos iniciales pero,
tras cerrarla con fuerza, me prometí no volver a llorar jamás.
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