Azucena e Isabel se
conocieron el día en el que ambas celebraban sus respectivos duodécimo cumpleaños, el 17 de abril de 1979.
Nos encontramos en un majestuoso edificio del Barrio de
Salamanca en Madrid. Isabel, junto a sus padres, se mudaban a la que sería su
nueva casa. Su padre era abogado y había decidido la adquisición de un gran
piso en uno de los barrios más elegantes para instalar su nuevo despacho.
En un momento en el que uno de los operarios de la mudanza
estaba intentando subir, ayudado de una grúa, uno de los muebles, ésta tropezó
levemente en el alfeizar de la ventana de la habitación del piso de Azucena,
quien, muy despistada, ni siquiera se había percatado del movimiento existente
en el edificio debido a la llegada de los nuevos vecinos. Fue en ese momento
cuando se asomó a la ventana y observó el movimiento de subida y bajada de una
grúa con los diferentes enseres de la familia que se mudaba a su edificio. Como
raramente pasaba nada que se saliese de la rutina del día a día, el
acontecimiento la emocionó y pidió permiso a su madre para acudir a la vivienda
de sus nuevos vecinos para preguntar si necesitan ayuda o cualquier otra cosa.
Los padres de Azucena eran los porteros del edificio, por lo
que vivían en un piso habilitado por la comunidad, en el bajo del inmueble.
Cuando su madre, a regañadientes, aceptó, Azucena subió rápidamente las
escaleras que separaban su casa de la de los nuevos vecinos; solamente era un
tramo, pues, como era habitual, los abogados suelen instalar sus despachos en
el primer piso de los edificios.
Como los operarios de de la mudanza estaban entrando y
saliendo, la puerta de la vivienda estaba abierta, no obstante Azucena, como
gesto de educación llamó al timbre pues no le parecía de buen gusto entrar en
casa de unos desconocidos.
Fue entonces cuando apareció ante la puerta Isabel, la niña
más guapa, pensó Azucena que hubiese visto nunca. Isabel era alta, delgada, de
tez clara llena de pecas, el pelo largo, muy largo y unos ojos increíblemente
azules.
Azucena era más bien “gordita” (su padre siempre la llamaba
“mi gordi”, algo que nunca le hizo mucha gracia, por lo que sólo se lo permitía
a él y a nadie más), no demasiado alta, ojos color miel y el pelo, castaño,
cortado “a lo chico”. Siempre se lo cortaba su madre porque a Azucena le daba
vergüenza reconocer ante una peluquera que, aunque fuese una niña, nunca le
había gustado llevar el pelo largo, algo que siempre achacó a su aversión a las
coletas, las trenzas…los lazos de cualquier tipo y color.
Isabel sonrió y, tras presentarse, preguntó a Azucena qué
era lo que quería; ésta, en un primer momento, no supo que responder,
aparentemente ¡se había quedado muda o, al menos, aquello que quería decir era
incapaz de llegar del cerebro a la boca!, hasta que por fin reaccionó y le dijo
a Isabel que venía a presentarse y a preguntar si necesitaban algún tipo de
ayuda. Isabel, tras darle las gracias, le respondió que sus padres junto a su
hermano mayor, Pedro, y los operarios de la empresa que realiza la mudanza se
estaban encargando de todo; es más, le confesó que se sentía un poco relegada
porque, además de no permitirle colaborar en nada de la mudanza y, muy
probablemente, debido a ésta, se les había olvidado que era diecisiete de
abril, el día en el que cumplía doce años.
-¿No me digas que hoy
es tu cumpleaños?- preguntó Azucena a Isabel, añadiendo.
-¡Pero si también es
el mío!.
Ambas al unísono dijeron - ¡qué casualidad!-y fue a partir
de ese momento cuando, aunque ellas aun no lo sabían, sus vidas empezaron a
compartir una misma senda.
Azucena le contó a Isabel que sus padres eran enemigos de
todo tipo de festejos y celebraciones desde la muerte de su hermano, Alberto,
hace tres años, tras mucho tiempo enfermo de leucemia. Azucena, aunque aun
recordaba con tristeza el fallecimiento de su hermano, le horrorizaba pensar
que desde aquel trágico acontecimiento, su casa se había convertido en una
“tumba” habitada por sus padres, ella y el recuerdo constante de su hermano.
Una de las cosas que más le dolían a Azucena era que se
había convertido en un ser invisible tanto para su padre como, sobre todo, para
su madre.
Isabel decidió que podían celebrar sus cumpleaños e
¡improvisaron una fiesta para ellas dos solas!. Cogieron dinero de sus huchas,
tras lo cual Azucena acompañó a Isabel a una tienda de golosinas que había en
la esquina de la calle y, seguidamente, fueron a una pastelería donde, como no
tenían suficiente dinero para una tarta, adquirieron un pastel muy grande, el
más grande, en el que dispusieron doce pequeñas velas. Al llegar al portal del
edificio en el que desde ese día, vivirían ambas, Azucena le dijo a Isabel que podían
subir a la azotea y allí juntas, tras pensar un deseo, soplaron las doce velas
de sus respectivos cumpleaños y se dieron un beso en la boca, con los labios y
los ojos cerrados…no supieron qué decirse ya que ninguna de las dos había
sentido algo semejante. Solamente se miraron a los ojos, sonrieron y
experimentaron una felicidad desconocida hasta entonces. A partir de ese
momento, solamente con mirarse a los ojos, sin mediar palabras entre ambas, la
comunicación fue total y absoluta. Nunca confesaron su amor mutuo y nunca
necesitaron hacerlo.
Isabel empezó a asistir al mismo colegio que Azucena y como
sus apellidos empezaban por la misma letra, Alonso y Aguado respectivamente, no
sólo compartían clase sino también pupitre.
El colegio era femenino y religioso por lo que no es difícil adivinar que las monjas, dotadas por naturaleza para el seguimiento amoroso de sus alumnas, se dieron cuenta en seguida de lo que sucedía; aunque también es cierto que decidieron mantener la relación en secreto, por lo que pudiesen pensar los padres del resto de alumnas matriculadas.
Pero Azucena e Isabel sufrieron en su propia piel las consecuencias de su relación
con castigos injustificados o suspensos absolutamente injustos; sin embargo, el
amor mutuo que se sentían les daba fuerzas para luchar contra todos los
obstáculos que pudiese encontrar en el
camino.
Ante sus familias, lograron disimular su relación hasta que,
una voz anónima informó a los padres de Isabel de lo que estaba ocurriendo; la
acusación, “por supuesto”, tenía como única finalidad preservar la imagen de
Isabel del “qué dirán”.
Azucena e Isabel para entonces eran ya unas adolescentes de
quince años cuyo amor mutuo había enraizado de tal manera en sus respectivos
corazones que nada ni nadie podría destruir ese vínculo.
A pesar de la información recibida por los padres de Isabel,
durante los tres años siguientes, pudieron vivir su amor con relativa
tranquilidad, en la clandestinidad de sus respectivas habitaciones donde,
juntas, hacían los deberes, a escondidas, o en los vestuarios de la piscina en
la que ambas se matricularon para poder alargar su mutua compañía; aquí era
donde podían materializar de manera carnal sus sentimientos convirtiéndose los
vestuarios en verdaderas alcobas secretas; es más, en múltiples ocasiones no
llegaban a ir a la piscina y se dejaban llevar por el amor pasional de los
quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho años…Durante esos años supieron lo que
era vivir el éxtasis pasional y amoroso.
Como no podía ser de otra manera, la familia de Isabel, de
clase media- alta, no podía permitir que saliese a la luz la relación que ésta
mantenía con la hija de los porteros del edificio donde residían. Los padres de
Azucena tampoco se tomaron bien la relación de su hija con Isabel, la hija del
“abogado del 1º”, como le llamaban coloquialmente, aunque en el portal, al
saludarse, se dirigiesen a él como señor Alonso o Don Alonso.
Lo que nunca llegaron a entender Azucena e Isabel es por
qué, aún teniendo constancia de la relación que las unía, ninguna de las
respectivas familias tomaron “cartas en el asunto” hasta cumplir la mayoría de
edad. Siempre pensaron que sus padres decidieron “cerrar los ojos” a lo
evidente y no robarles unos maravillosos años de felicidad, aunque era una
hecho que tarde o temprano pondrían fin a esa mágica historia de amor.
De todos modos, tal vez por carecer de los medios económicos
de los padres de Isabel, tal vez por moverse en círculos sociales radicalmente
distintos o tal vez porque la madre de Azucena estaba anestesiada por el dolor
continúo que sentía por la pérdida de su hijo muerto, lo cierto es que su
postura fue mucho más tolerante.
Sin embargo, nadie pudo evitar que los padres de Isabel
enviasen a estudiar a la prestigiosa Universidad de Oxford, en Inglaterra,
donde cursaría la carrera de Derecho, más que nada por seguir la tradición
familiar, aunque podría haberse decantado por Filosofía, Filología o Historia;
le resultaba indiferente porque cualquier carrera que escogiese significaría
una separación de cinco años de su amor que, debido a la situación económica de
sus padres, se quedó en España.
Azucena, que había finalizado también el COU se vio obligada
a preparar las primeras oposiciones que salieron a Auxiliar Administrativo de
su comunidad que, gracias a su tesón, aprobó en un año, empezando a trabajar en
el Ayuntamiento de su ciudad.
Azucena e Isabel, no obstante y a pesar de todos los
obstáculos, seguían manteniendo una relación epistolar y su amor, en otro
tiempo, carnal, se convirtió en un amor platónico, idealizado, casi espiritual.
Pero todo termina alguna vez y el control férreo de los
padres de Isabel sobre su hija finalizó cuando ésta terminó su carrera, regresó
a Madrid y se estableció por su cuenta en un edificio que estaba “pared con
pared” con el edificio que alojaba la Casa Consistorial en la que trabajaba
Azucena.
Sus caminos volvieron a unirse “físicamente”…espiritualmente
nunca estuvieron distanciadas ni separadas; es más, muy probablemente nadie
sobre la faz de la tierra hubiese tenido la fuerza suficiente para separarlas
en espíritu.
Azucena e Isabel eran dos mujeres adultas, independientes
económicamente, liberadas de las prohibiciones de sus padres y, sobre todo,
enamoradas la una de la otra, fusionadas en una sola.
Decidieron compartir su vida, adquiriendo una vivienda
juntas. Pensaron que, ya que la sociedad no les permitía unir sus vidas a
través del matrimonio, aunque resultase más prosaico, se vincularían mutuamente
a través de una hipoteca.
Y dieron un paso más: ¿por qué a las parejas heterosexuales
se les incitaba a la reproducción y a ellas, que lo que más deseaban era tener
un hijo en común, la legislación, la Iglesia, la sociedad lo prohibían?. Fue
entonces cuando Isabel, quien además era la que siempre había manifestado más
intensamente su instinto maternal, viajó a Estados Unidos para someterse a una
fecundación “in vitro”. Tal fue el entusiasmo, la energía positiva que
mostraban o el amor que se profesaban que, tras el primer intento, llegó el
ansiado embarazo y, nueve meses después, un maravilloso niño, al que llamaron
Alejandro, ¡el momento más feliz y maravilloso en la vida de ambas!.
Han transcurrido diez años desde entonces; la vida les
sonríe pues todas las intransigencias iniciales, con el paso del tiempo,
finalizaron en aceptación y ambas familias terminaron por adorar a Alejandro,
uno niño que se desarrolla sano y feliz. Además, sin que lo esperasen, llegó a
España la aprobación del matrimonio homosexual por lo que ambas hicieron lo que
siempre había deseado: mostrar al mundo su amor, un amor sin fisuras, sin
desniveles en el camino y que había dado como fruto un niño que aceptaba a sus
dos madres configurando una familia basada en el respeto, la libertad y el amor
infinito.
No hay comentarios:
Publicar un comentario